Nos situamos, en el Museo Nacional del Prado, ante un óleo sobre lienzo absolutamente imponente, de casi dos metros de altura, que representa una figura en primer plano bañada por una brillante luz lateral, y otra en segundo plano. La primera, que parece contemplarnos con fijeza pensativa, es parcialmente alopécica, tiene barba y lleva en sus brazos a un bebé que reposa plácidamente mientras es amamantando, para lo que descubre un redondo y gran pecho. Sujeta con delicadeza el cuerpo del bebé, las manos apenas parecen sostenerlo, por la suavidad con que lo sujetan. Del brazo cuelga un paño blanco, que resalta por su luz y que parece aludir a lo asistencial de la relación. Del bebé vemos el perfil, y que acerca los labios a un pezón que no llega a chupar. El seno destaca por su centralidad y alta implantación en el pecho, que se adivina cubierto de vello, de forma que se sitúa muy contiguo a la barba, subrayando la aparente incompatibilidad de ambos.
La luz ilumina la mitad izquierda del conjunto que forman esta figura con el bebé en brazos y su ropaje, que le llega casi a los pies, mientras la otra mitad y la segunda figura quedan en penumbra, hasta el punto de que de la segunda solo se distinguen cabeza, cuello y manos. Además, la luz acentúa la verticalidad del conjunto, desde el tocado de la figura principal hasta el borde inferior de la vestimenta y hace que destaquen en contigüidad y contraste varios focos esféricos sucesivos: el primero es la cabeza alopécica, y, sucesivamente, la barba, el pecho, la cabeza del niño y el cuerpo del niño para terminar en la sombra semicircular que proyecta el cuerpo del bebé sobre las ropas.
El color es igualmente sobrio, sintético. Utiliza gamas de tonos cálidos: rojos, marrones y amarillos, y trabaja armonizando análogos, tanto en la piel de las figuras como en los elementos del atuendo. Incluso los objetos del cuadro se desenvuelven en las mismas gamas. Sobre el eje transversal del centro exacto de la composición, el tono que más contrasta con los restantes es la tela que envuelve al bebé, (RGB 174, 74, 40, HEX #AE4A28 en esta reproducción), que correspondería a un ocre tostado o rojo indio; es, también, el tono más saturado. De este modo, nuestra atención sigue una cruz imaginaria, en la que, en el palo, la luminosidad resalta la figura principal, mientras en el travesaño, el tono resalta la del bebé.
La peculiaridad que sorprende y que el pintor muestra con delicadeza y respeto extremos en todo el tratamiento es que la figura presenta mamas femeninas y distribución de vello androgénico masculina, porque no es usual que veamos ambas en la misma persona, debido, por una parte, a una prevalencia mucho menor de esa conjunción que el patrón habitual y por otra a que, cuando ocurre, tiende a ocultarse. Se tiende a ocultar lo infrecuente y escaso en cuanto a cantidad, y que en este sentido escapa de “la norma”, sencillamente porque resulta poco habitual o desusado.
Análisis iconográfico
Se trata de un retrato que se sitúa en el marco de la pintura europea del siglo 17 y cuya autoría es de uno de sus artistas más importantes: José de Ribera (1591-1652). Pertenece a la Fundación Casa Ducal de Medinaceli. creada por la Excma. Sra. Doña Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa, XVIII Duquesa de Medinacel. La retratada es la napolitana Magdalena Ventura, de la ciudad de Accumoli, llamada Abruzzi en lengua vernácula, a la edad de 52 años, y la obra Magdalena Ventura con il marito e il figlio (o Donna barbuta) (1631). El pintor crea esta incomparable obra de arte a instancias de Fernando Afán de Ribera y Téllez-Girón.
Las claves de significado explícito que el pintor quiere otorgar a la obra aparecen en la lápida de la derecha: referencias a la persona retratada, a sí mismo y a su benefactor. A través de los únicos objetos que aparecen como motivos, el huso y la concha, se representa el tema de la convergencia en la misma persona de caracteres secundarios de ambos sexos, lo que, en aquel momento, se interpreta como hermafroditismo. El tema mujer barbuda es de larga trayectoria en arte, pero no tenemos ni las herramientas ni el espacio para abordarlo aquí.
Respecto a claves no mencionadas o implícitas que podemos deducir o imaginar, tenemos la baja estatura del pintor, menos de un metro y medio, y redondez y suavidad de sus facciones juveniles o masa ósea poco robusta, hechos ambos que podrían denotar algún tipo de síndrome que llevara asociado algún tipo de rasgo que le hiciera particularmente sensible a esta temática; por supuesto, esto es una mera suposición, pero no más errática que mucho de lo que se ha dicho sobre este cuadro y sus circunstancias de composición.
En todo caso, consideramos esta obra, hecha precisamente en la etapa de madurez creativa del pintor, intensamente subjetiva; una obra en la que el motivo es una excusa para la proyección personal. Una silenciosa y hermosísima sublimación de todo aquello que el contexto, la época y los coetaneos no dejan emerger de forma explícita, pero que sigue latiendo. Algo que nos llega como un río intenso, a traves de esa profunda y significativa mirada más enigmática que la de la Gioconda y, contrariamente a esta última, totalmente carente de placidez. Una mirada que se sostiene en el tiempo en que la miramos cuando visitamos el cuadro en vivo, una mirada en la que se cruzan pasiones muy complejas, pasiones que el pintor pudo retratar y que nosotros apenas podemos ni siquiera nombrar.
Interpretación iconológica
El interés por la representación de seres humanos con características corporales infrecuentes y su asociación con actividades de exhibición, ocio o divertimento determinan la demanda del retrato. Lejos del lugar común que Theophile Gauthier alimentó olvidando el juego de lo sublime y lo grotesco, según el que existiría en Ribera un “gusto por lo feo”, la representación está impregnada de un gran respeto a la figura retratada, tan elevado como el de Velázquez cuando retrató a El bufón el primo (1645).
Nada tan revelador de una época como los significados que atribuye a las obras de arte. La historia de las vicisitudes en la recepción de esta obra es algo que debería ser objeto de estudio al abordar su análisis iconológico, desde la interpretación de Theophile Gautier hasta, en el momento actual, los calificativos que instituciones y profesionales de reputada fama atribuyen a la retratada, sin ningún pudor y sin pensar que Magdalena Ventura representa a todas esas mujeres cuyo hirsutismo es asumido e integrado en el amplio espacio que los estudios de género han abierto en el mundo de muchos de nosotros. No de todos, y esto es lo que encontramos en algunos sitios de Internet:
Deformidad: “En los siglos XVI y XVII las deformidades eran un entretenimiento”.
Ideas esencialistas sobre el género: “…confirmando que efectivamente ese ser barbudo se trata de una mujer.”
Calificación de “curiosidad de la naturaleza”: “…curiosidades de la naturaleza, tales como enanos, bufones o, en este caso, una mujer barbuda”
Categorización como un caso (desde una perspectiva médica difícilmente sostenible en este contexto, después de Foucault): “cultura científica: el caso de la mujer barbuda”.
Y, sobre todo, lo que, sabiendo lo que sabemos hoy en biología y medicina, es lo más cruel, por mucho que lo diga la propia inscripción en el cuadro: monstruo. Porque decir monstruo, «lo que presenta desviaciones respecto a su especie» según la RAE, es decir de algo (y de todos los seres que ese “algo” representa) que no entra en ese espacio amplio y comprehensivo que es hoy el género, que es hoy lo queer.
Un «milagro de la naturaleza», nos explican, es un “efecto perceptible a los sentidos que sobrepasa los poderes de la naturaleza y de todo ser creado”; pero el tiempo ha pasado, occidente sabe mucho sobre el cuerpo, aunque no podamos decir lo mismo de la humanidad: queda mucho por educar. Sabemos que Magdalena es, sencillamente, una persona con hirsutismo. Ribera habló con amor y respeto, y trató con la delicadeza del que comprende. Magdalena es, lisa y llanamente, una más entre nosotros, en un mundo que, como decíamos, queremos amplio y comprehensivo. Monstruosas son, hoy y entonces, la discriminación, la exclusión y la ignorancia.