Mujeres tejedoras en México y LA EXCELENCIA

Pública

Capturas en la exposición La mitad del mundo. La mujer en el México indígena, historias tejidas,  en concreto de la obra «el año en que sembramos la milpa e hicimos la fiesta», Tenango, cultura otomi, Tenando de Doria, Hidalgo. Lino y algodón mecerizado, Museo Nacional de Antropología, INAH.

No es el  indigno e impulsivo ello, con sus exigencias de satisfacción casi bestiales, ni el exigente superyó, estricto y en buena medida arbitrario; tampoco el yo táctico y calculador. No es el engaño de un montaje creado por el poder, tampoco sus micropolíticas. No es un dios de fuera ni un demonio que, aunque se considere que nos posee, también nos es ajeno. No es un yo fragmentado artificialmente. No es el destino, ni la manipulación de los demás ni el azar. No es nada de eso lo que mueve el hilo de mi vida, el hilo que soy. Lo que mueve el hilo que soy está aquí. Soy yo.

Lo que mueve los hilos de la vida es su afán de excelencia por convertirse en hermosos tejidos con el deseo de supervivencia feliz moviendose, como puede, en medio de todas las vinculaciones. El afán de excelencia, el tierno y casi siempre errado afán de excelencia que, en el fondo, es hermosísimo apego de uno mismo a sí mismo. El afán de excelencia del empleado de la tienda de zapatos, que los coloca de maravilla en el escaparate; el afán de excelencia de los que hacen el facsímil de un libro; el afán de excelencia del que completa la página de caligrafía, tal vez con palotes, y la enseña con orgullo cuando está terminada; el afán de excelencia del que se compra el yate para enseñarlo y el afán de excelencia del que se maneja en un grupo en el que la excelencia, de forma tan, tan, tan equivocada, está en equis.

Disfruto de la excelencia de la abundancia en el llanto: lloro con tan grandes lagrimones que, cuando estoy en la piscina, se me llenan las gafas de lágrimas en el camino de crol (porque tengo la habilidad de nadar llorando) y cuando vuelvo a espalda se me hacen solos los baños de agua con sal en los ojos. Lloro si no me dan una palabra de conformidad, un «bien» o un «vas por buen camino». Porque, además, la excelencia no es una cuestión de ser aclamado, como decía el ideólogo nazi, con un grito unánime pero insignificante (en la medida en que un grito no tiene significado dentro del sistema de signos). La excelencia es una cuestión que se consensúa desde los más profundos lugares de tu conciencia e inconsciencia en su conjunción –no con «tu pueblo», sino con el pueblo humano que somos la humanidad. Los pobladores de la Tierra.

Sigo y sigo, como la humanidad, en mi camino de excelencia. No me gustan para nada los que son «su excelencia», pero sé con certeza, desde que le oí casualmente a aquel chico que comercializaba pisos aquella frase que me ha marcado tanto y que encierra en su paradoja una de las grandes claves de la tolerancia («todo el mundo piensa que hace lo mejor»), sé con certeza, decía, que la ruta del hilo que soy está señalizada, y que mi meta es la excelencia. Lucho contra los palos que me enredan, contra todas las limitaciones, contra la escasez de recursos propios y ajenos, contra mi propio cuerpo, contra las nociones de excelencia que me desacreditan. Pero independientemente de lo peculiar de cada una de esas nociones, mi dignidad deriva del hecho de luchar por la excelencia. De mi lucha por la excelencia.

Soy un frágil ser humano movido por el afán de excelencia. Y busco a quienes me digan «sí» y «qué bien». «Muy bien, Úrsula»- como me decía mi profesora de tercer grado en aprobaciones que recibía a los nueve años y aún recuerdo. Necesito el reconocimiento no como algo personal, sino como algo que tiembla en mis obras y que impregna todas mis cosas y mis escenarios de vida. Necesito que se me diga , o sí pero, o al menos lo intentaste. Es insoportable el silencio de labios humanos que nos rodea, es el silencio el gran inconveniente, es el mutismo de todos y de todo alrededor lo que succiona hacia abajo, lo que destruye el afán de excelencia, lo convierte en ridículo, lo arrasa, lo pisotea. Eso es lo que me vuelve posesa, decepcionada, arrebatada por la rabia y la impotencia, ciega, resentida con aquellos para los que soy trasparente, indigna que rebusca frenéticamente la indignidad de quienes rompieron el hilo porque rompieron algo más que el hilo. Enredaron, tiraron, rompieron mi vida.

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