El otro maltrato

Pública

Entre todos los tratos inadecuados, el maltrato a los niños tiene un protagonismo sordo. Sus efectos se manifiestan sólo con el paso del tiempo, porque el niño es tan fuerte y tiene tantas ganas de vivir que sólo revela su dolor en el momento a alguien o que haya visto muchísimos niños o muchísimos malos tratos, y, cuando lo hace, lo hace en clave.  La presencia de este fenómeno es apabullante en estadísticas; además, igual que ocurre con el propio niño, ocurre con los agentes y las formas en las que se manifiesta: son oscuras y muy diversas. Desde la negligente crueldad hasta la violencia física. Desde el rechazo a la proyección. Desde el maltrato institucional hasta la crianza repleta de prejuicios o de ignorancia. Desde el entorno falto de recursos a la existencia de cualquier forma de violencia intrafamiliar previa. Nadie, al menos en nuestra cultura, cría de modo absolutamente tranquilo o «absolutamente bien» (esto lo considero una evidencia); a la vez que vacuna frente a ella,  la educación, por definición, hace violencia (primera aseveración que requiere una amplia demostración, aseveración que diversas autoridades desde la filosofía suscribirían); minimizar la violencia sin ocultar la dificultad de la tarea que espera al futuro adulto y, a la vez, conseguir que el niño alcance la certeza de que los demás son iguales a él en derechos y deberes es el gran reto.

El juego familiar es un juego de recursos y capacidades en el que se va construyendo, en tres historias, la vida de los niños:  su historia de salud, su historia familiar y su historia escolar. (La familia que conocemos, inserta en sociedades que requieren amplia preparación previa a la adultez).  Sus tres pequeñas e decisivas historias, sus estructuras y sus procesos,  trazan quién es él y qué puede hacer. La familia en la que vive es una balanza de recursos y  capacidades, contrapesada por necesidades de recursos y faltas de capacidad. Cuando los recursos abundan (buena salud, independencia de los miembros, economía solvente,  tiempo, personas disponibles, recursos de formación, entorno disponible etc.) la familia suele ganar; cuando escasean y las necesidades agobian (muchas dependencias, falta de salud, falta de dinero, falta de capacidad o de tiempo, aislamiento) son muy malos tiempos para la familia, y sobre los miembros más débiles se ciernen las sombras. Todo esto requeriría una amplia demostración empírica, con numerosos estudios de caso único, de familias y familias, y se parte de una idea de «recurso» como concepto muy amplio.

 

Con toda seguridad, tiene que haber expertos que habrán profundizado muchísimo en el tema, pero está claro, a juzgar por los resultados, que una buena parte de esa formación no nos llega lo suficiente. Hablo por mí, sobre todo, y por lo que he ido viendo en mis entornos inmediatos (ésta es una evidencia para mí). ¿Por qué? Todo coadyuva a hacer muy difícil los avances (una evidencia, según dicen las estadísticas). La complejidad de los análisis que hay que hacer (análisis biográficos) puede ser una de las causas. (Habría que demostrar que la mejor forma de aproximación es la biográfica).  A lo anterior se suman los prejuicios sociales y culturales y la omnipresencia de la religión en todo lo relativo a la institución familiar. Por otra parte, los expertos en este tema no pueden ser, a la vez, expertos en «el niño» en general, ya que esto último requiere horas y horas de interacción (Esto requeriría, también, una justificación mayor). Sólo un maestro sabe lo que es un niño, y la idea del maestro no suele coincidir con la idea general: es mucho más ajustada que la de aquellos que tienen enfrente «casos únicos» o grupos de niños en un solo contexto.

Además de no tener todo el apoyo experto que desearíamos, están la repugnancia y la prudencia. La repugnancia frente a los comportamientos horrendos, repugnancia que se manifiesta, creo, más que en ningún otra área del comportamiento humano. Porque el cuidado de la infancia es algo que atañe en lo más hondo en el siglo XXI. Y, a la vez, la prudencia con la que todos nos acercamos a este tema que es la infancia, por ser, digamos, nuestra gran preocupación; el lugar de nuestras ansias y culpabilidades; el sitio donde se nos rebelará quiénes somos, qué hemos hecho, qué tal lo hemos hecho todo y cuál es nuestro futuro.

Personalmente, llevo desde los dieciséis años conviviendo muchas horas diarias con niños y adolescentes. Tengo una experiencia amplísima y ahora tengo que conceptualizarla mejor. Estudiaré más: podré, iré avanzando poco a poco. De momento,  lo que tengo claro es que diré lo que sé hasta ahora. Puede que me equivoque, pero mejor hablar que callar. Como en todo, hablar cuesta, y por supuesto no hablaré nada que afecte a los descendientes, ni tampoco al ámbito profesional de la confidencialidad. Pero voy a tratar de aprender más para comprender mejor todo lo que he visto, y también voy a sacudir un tema que está pidiendo a gritos sacudidas: el del trato que recibe la infancia en nuestra sociedad occidental. Un tema para el que no hay, tampoco, recetas.

 

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