
Yo soy la última «mujer». Mi colegio era sólo de niñas. A los nueve años, sabía hacer vainica de maravilla. Nunca utilicé piezas de construcción. Nunca tuve que pedir ayuda para encender mi cocina de gas en mi primera casa, no me atrevía. Nunca me he atrevido a tocar ningún aparato. Nunca le cambié el programa a la lavadora, le puse el que dijo y el técnico y jamás se me ocurrió explorar más. Nunca he desmontado un aparato. Sé que existe el bluetooth, pero nunca me he atrevido a usarlo. Soy un ejemplar de algo que se llamó «mujer».
Yo soy la última «mujer». En el cole nunca se habló de lo que era una Constitución [mi madre sí me lo explicó muy bien]. Jamás me leí un prospecto, unas intrucciones, un manual de uso. No sé abrir el capó de mi coche, tampoco sé hinchar las ruedas. Nunca entendí lo que era el IVA y siempre hubo una categoría de temas que, sin siquiera dudarlo, podía afirmar que no eran míos, sobre los que corría un tupido velo de indiferencia e ignorancia. ¿Ignorancia? Ignorancia justificada desde mi ignorancia.
Sé a la perfección lo que es un niño de un año, de dos años, de tres años, de cuatro años y así hasta la adultez. Sé cómo divertir a un niño, qué necesita en cada momento, cómo mandarle callar y que obedezca, cómo entretenerle, como cautivarle con un cuento y cómo reñirle para que no le dure apenas el disgusto. Comprendo a los niños, comprendo a los adolescentes. Sé cuándo sus palabras son meras tapaderas y cuándo me están diciendo cosas clave. Sé qué juguetes darles, lo que significa un llanto, otro, otro, otro y los cientos de llantos con los cientos de significados que tienen los llantos de niño, y calmárselo. Sé cuándo la renuncia es imprescindible como educación y cuándo su renuncia no tiene sentido. Los niños saben perfectamente, a la recíproca, que les entiendo. No les doy consignas jamás, les exijo una barbaridad en la infancia y poco en la pubertad, les dejo libres siempre y entiendo lo que es «otra vida». Tan en el fondo tengo todo esto, tan en el terreno de la vida básica y del aliento, que nunca lo he formulado. ¿Sabia? Experiencia amplísima, larguísima y anchísima con niños.
No sé la ley de la polea, y tampoco desmontar la campana de la cocina, es decir, cuando la he desmontado luego he sufrido ansiedad para montarla de nuevo. No sé siquiera cargar una grapadora ni desatascarla cuando se me atasca. El primer ordenador que me compré, lo tuve unos nueve meses sin desembalar, no me atrevía. Creo que no sabría desenroscar una bombilla sin retorcer el cable del que pende. Cualquier aparato, desde un transportador a un microondas, es para mí una especie de misterio insondable. ¿Torpe? Nula práctica.
Confundo la Alta y Baja Edad Media. Nunca se me ha hablado de la importancia del petróleo. Sé arreglar los lugares que me rodean y dejarlos perfectamente presentables. Me encanta deshacerme de todo aquello que no ha servido nunca y sigue sin servir. Cojo un lugar cualquiera desaseado, cutrecillo, desangelado y me pongo unos guantes; con un cubo y amoniaco (o lejía, depende) y un rascavidrios, soy capaz de organizarlo de forma que quede muy bonito. Sé ordenar las cosas, cualesquiera, de forma que el acceso a ellas se convierte en natural y cómodo. Quito todas las manchas a todo. Sé darle un toque al espacio, decorar las paredes, poner con orden los libros, escoger los colores y, de hecho, mis aulas puedo decir, sin lugar a dudas, que siempre han sido casi diría deslumbrantes. ¿Amante del hogar? Catapultada a él, único espacio al que afectar.
Yo soy la última «mujer». Pensaba que Japón era parte de China, que las avispas eran las abejas emancipadas de la colmena, que Costa Rica y Puerto Rico eran lo mismo. No sé para qué sirve el IVA, ni cuándo ni cómo pasó casi todo en la historia de la humanidad. Tengo nubes, vagas nociones, cabos que he ido atando, nada sólido porque, en el tiempo en el que esos cimientos tenían que haberse puesto, yo estaba balanceándome en la silla en mi colegio de niñas, tarea en la que tenía un arte increíble, toda mi adolescencia la pasé a dos patas de silla. Pintándome las uñas con esmalte mate, brillo, blanco rojo, mirándomelas y, después, comiéndomelo uña por uña, y eso duraba bastante, a veces casi toda una clase. Y tareas en esa línea. ¿Guapa? No: sin civilizar.
Sé leer un poema y hacer un dibujo, si quiero, armonioso. Sé hablar de sentimientos, de sensaciones, y adopto un formato que la gente llama «dulzura» como formato básico. Sé describir, pintar con las palabras. Podría si quisiera, y he podido cuando he querido, arreglarme, y aconsejar de arreglo. Sé de lenguaje, el lenguaje es mi mundo, pero a su referente, el mundo, a duras penas se me ha mostrado, a duras penas se me ha explicado, se ha dejado en sombras para mí y, por tanto, cuando he recorrido la vida nunca he sabido observarlo. ¿Original? No: ajena. Soy el UFO mujer en la Tierra.
No me enseñaron a hacer mapas conceptuales, para qué. Pero a mí me dejan media hora con alguien, por ejemplo, una persona que se sienta a mi lado en un viaje largo en autobús, y sé exactamente qué decir para llegar al quid de la cuestión de esa persona. No digo nada «por decir», y establezco una comunicación cien por cien productiva. Sé llegar a lo que le preocupa, y sé qué abordar para prestarle ayuda. Me gano su confianza al vuelo, y no tengo obstáculo para abrirme yo también. Me es facilísimo hacerlo, y lo practico constantemente con todas las personas con las que tengo un roce, por pequeño que sea. El tema suele ser algo muy concreto, o si no algo del trabajo, algo del amor, algo de cómo se siente con algo, una pena, un disgusto, y suelo advertir de un riesgo; entonces la persona me lo agradece. ¿Buena? No: entrenada en la sonrisa.
Yo soy la última «mujer». No había necesidad de formarme, porque fuera como fuera mi evolución íbamos a estar fuera del juego de lo público. En nuestro coto privado, una especie de haren occidental sin nombre, se nos vestía de tierna ignorancia, de frágil torpeza, de encantadora inconsciencia, de utilidad en las bien conocidas áreas mencionadas; no se nos confesaban los secretos más hondos e importantes de la vida; se nos asignaban las tareas a las que estábamos destinadas. A mí me desesperaba que me miraran a mí y no miraran lo que decía. ¿Vacía? No escuchada.
Han pasado los años. Muchas cosas han cambiado. El que se le exija educación a la mujer ha sido lo decisivo. Crecí en la ignorancia en la que me dejaba mi colegio a partir de la pubertad, flotaba en el aire que daba igual si sabía o no sabía lo que se estudiaba. Como no se memorizaba ya, no había comprensión y tampoco memorización. Yo soy la última «mujer». Muchas de las «cualidades» que nos atribuyen los hombres derivan, sencillamente, de habernos tenido en esos limbos. No he leído de las geishas, pero en cierto modo, los coles de niñas nos preparaban como tales.
Tenía muchas ganas de aprender, era muy bullanguera, leía muchísimo en casa, me interesaba por todo lo que enseñaban con un mínimo de interés y. conforme pasó el tiempo, me volví una queer de la exclusión del conocimiento: siempre enfurecida y emparanoiada con que me lo estaban quitando. Siempre me ha subido una ira tremenda cuando he estado presente en una conversación en la que varios hombres hablaban de cosas que yo no entendía porque nadie nunca me las había explicado. Tengo una rabia enorme de haber sido excluída del conocimiento, es algo que no perdono. Ésa es mi rabia queer, en mi caso.
Soy una persona mutilada. Dejar en la ignorancia a la mujer es una especie de mutilación femenina. Nunca sabré de música, de historia, de política, de jazz. Nunca sabré física. Nunca sabré hacer dibujo lineal. No sé si llegaré a saber algo de informática. Nunca sabré tantas cosas… Y encima con risitas porque soy una «señora». Todo esto me hace sufrir, por eso cuando alguien no me ayuda a conocer algo me pongo tan furiosa, comparto la furia queer de ser discriminado e incomprendido, la rabia de que me excluyan del conocimiento. Porque ser queer es que te dejen ser, y a mí no me han dejado!!!!!!!!
En resumen: no es que yo «no sea digital». Y no es para reír mi entrada A.l.f.a.b.e.t.i.z.a.c.i.o.n…..D.i.g.i.t.a.l…..B.a.s.i.c.a. Mis esfuerzos por aprender parten de sustratos que difícilmente comprenden la mayoría de los adultos de hoy. Es que hay un abismo entre mi mundo y el tuyo. Una vez más, también desde este punto de vista estáís frente a los últimos especímenes de algo que se está extinguiendo. Hay que respetar no sólo la autoridad: también respetar el tiempo para comprender. Que haga falta más tiempo para reconstruir a según quién. Hace falta más tiempo para reconstruir a aquellos cuyas raíces se hunden tan lejos en la niebla; aquellos cuya comprensión, sin ese tiempo de más, sería imposible.