
El protagonismo de las cosas. No las fincas, no los monumentos: la bata, las zapatillas. Lo que ves cuando te tumbas en la cama. Ese libro, el radiador, el sonido habitual de los vecinos. Ellas salvan, ellas son las que nos sostienen cuando la quiebra de todo predomina…
Los alimentos: sus sabores, sus olores, el reencuentro que se produce con cada uno de ellos. La lengua, los sonidos habituales del lenguaje que es el nuestro. Las cosas familiares. Las cosas que nos dicen dónde estamos, que nos autorizan a dormirnos despreocupadamente, que son esa contigüidad que nos retiene aquí.
Mi jarra, mi estuche, mi flexo, mi vaso. El ordenador en el que me sumerjo. Los gorriones en las calles, mi calle, mi puerta. Homenaje a mis cosas: a mi tijera que me corta las uñas, al bañador, a mi toalla. Ellas son las familiares. Ellas son la familia, también, de los animales, que se acostumbran, como los que más, a los recodos que guian sus pasos, a los vientos, a las sombras de los lugares que habitan. Las cosas son el mundo, nada menos.
Por las cosas se pelean los hombres. Por este lugar o este otro, como si un lugar tuviera algo que no tiene otro, cuando lo único que tiene, en realidad, cada lugar, es el hecho de ser mío. ¡Qué forma de pelearos por las cosas! Con ellas es con quienes interactuamos constantemente, y no con las personas. Ellas son nuestras porque la mayoría son producto nuestro y están a nuestro servicio. Ellas dan la vida a todos aquellos que decidieron perder la confianza en las personas, les dan el olor, el tacto, la familiaridad nuevamente. Ellas son la familia del humano, y por ellas, sobre todo por ellas, se mata. Cosas, cosas que nos rodean, laboriosamente construidas, brutalmente destruidas, cosas amadas.
Las limpiamos con cuidado, las diseñamos con cuidado, las cuidamos. La relación con ellas, y no otra cosa, es el único termómetro de la salud de un ser humano. Pon a un bebé enfermo frente a una cosa y, después, pon a uno sano: el primero, manipula, se interesa, se conecta; el segundo se cansa enseguida, no sabe, no puede contactar con las cosas. Las cosas me alivian, me acompañan. Mi bata, mis zapatillas. Mi calle, mi ciudad. Mi lengua, mi cultura. El modo en el que lo cojo todo, me lo apropio, lo digiero, lo regurgito y lo comparto. Esas son mis cosas, ese es mi reino, lo que nadie jamás podrá quitarme. Lo inapreciable, lo incuantificable, lo único sólido a mi alrededor. Y yo, la reina de mis cosas.
Y cuando todo se desmorona, cuando más falta hace que se forme una tropa, una pandilla, una falange, un grupo, un ejército, una tribu, una masa orientada, un todos a una, un pueblo unido; cuando algo está pasando que está moviéndolo todo y yo debería separarme de mis cosas, entonces no se forma un todos a una, sino que es cuando siento la necesidad primaria y fortísima de aferrarme a las cosas, a esas cosas que, a la vez, me atan; me separan de los demás; me traicionan; me vuelven contra ellos y son amigas y enemigas a un teimpo. Es por el apego a las cosas por lo que se ha ensuciado el mundo. Es por una miserable ciudad por lo que ha muerto un niño. Denuncio la culpabilidad de las cosas. ¡Sois culpables, cosas! Y, sin embargo, yo gata. Vosotras, mis cosas. Lo demás, da igual.
A partir de hoy, voy a vivir para las cosas. Ya he hecho bastante por las personas. Ahora es vuestro turno.