Y este fue -el anillo de oro de la princesa

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Por favor, por favor: no perdáis la memoria. ¡Todavía estamos aquí! ¡Que aún estamos vivos los que protagonizamos estas historias de miedo! De cómo el anillo de oro era la cadena que unía a una muerte lenta, a pedradas; de cómo la princesa era una esclava que fregaba de rodillas, desollándose; de cómo fuimos estafadas, y de cómo la sociedad entera aplaudía la sorda lapidación.

La protagonista de esta historia ya no está. Yo era testigo de todo y no lo veía… porque la madre machista del varón, machista como la madre de los Escipiones (1), dirigía mi pensamiento y controlaba mi juicio. Perdona, perdona… Era él el responsable de tu ruina, él el que te convirtió en pellejo sin sustrato, en vaciedad, en nada… Lentamente, día a día, nada escandaloso, nada fuera de serie, brutal maltrato sólo para miradas avezadas.

Para ti, pobre, este escrito. Y para todos, porque somos testigos de primera línea de un trato a la mujer que era horrible en ese anodino día a día de pedrada tras pedrada contra el que la cultura no era criba, porque el invisible antagonista, en este escrito, es un ser culto y exquisito, alabado y enaltecido siempre y por todos… ¡Ellos!(2) ¡Menudas joyas! Punzantes y envenenadas.
(1) La madre de Tiberio y Cayo, que dijo de ellos «estas son mis joyas».
(2) El perfil de este tipo de maltrato (que llamo «a pedradas») no es el habitual; no hay personalidad inestable, no hay impulsividad, no hay rigidez cognitiva, no hay nada. Solo alguien que tiene una posesión a la que se ha ligado por un anillo.

Y este fue -el anillo de oro de la princesa.

Amiga, ya no habitas este mundo
que recorrías con paso tembloroso
cuando eras solo un eco de dolores
saltando, como piedras, de tus miembros
porque aún el corazón, a tirachinas
hacía un juego
– mortal.

En el momento justo en que querías,
te fuiste con tu cruel perfeccionismo
atado, como cruz, a tus espaldas,
y convertido en obras laboriosas
que prodigaste siempre entre cazuelas
trabajando
– metódica.

Fue una losa pesada, tu deber
de madre, cocinera, limpiadora,
lava culos, limpia váteres, niñera,
frustrada feminista en bajo vuelo,
con esa cara larga completando
tu trabajo
– humillante.

Y él, no contento con que tú le dieras
para su gusto, tu agujero entero,
y para el paladar, todos tus platos,
para llenar su ego, en el sofá
esperabas. Y él después, con la otra,
jugueteaba
– sexo oral.

Y después, vuelta a casa. Y más placer
en boca. ¿Qué hay de cena? El estofado
está en su punto. Delicioso. Y ¿qué tal
te ha ido el día? ¿Tienes alguna cosa
que contar? Solo el vacío. No hay nada,
nada en juego
– que nombrar.

No sabía (o tal vez si sabía)
que tu trabajo era una impostura,
que, en lo más hondo, tú no te ofrecías
y que solo te complacías tú misma
cumpliendo con tu deber de esposa
trabajando
– formalmente.

Porque te has muerto, te hablo francamente.
No mereció la pena que inmolaras
tu vida. Ochenta años tan pesados
porque ese corazón tiene memoria
y con su tirachinas tira piedras
juguetonas
– que te matan.

El eco del dolor y tu ceguera
al maltrato humillante recibido,
del Rey de la casa, del Señor,
y esa cama sin remuneración
-solo formales “buenas noches, amor”,-
te mataron
– a pedradas.

Amiga, ya no habitas este mundo
y este mundo tampoco te ha habitado.
Y es que él era de piedra. No tenía
carne su cuerpo ni sangre su sangre.
Te has muerto sin vivir, podría decirse
porque nunca
– has jugado.

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