Comisariar el arte con responsabilidad

Aquéllos en cuyas manos está el arte tienen una responsabilidad como pocas. No me refiero a los que acomodamos un poco las cosas para hacerlas seductoras, me refiero a los que vehiculan a aquellos otros cuya vida ha sido tocarle la médula a la realidad: los que manejan a los clásicos.

Entre estos, el inconmensurable Valle Inclán deslumbra por la profundidad de su visión, por la rabia de su pena y por la precisión de un lenguaje que deja de ser vehículo para convertirse en sustancia. Su obra Divinas Palabras es el retrato más cruento y descarnado que nadie ha escrito nunca sobre la violencia cotidiana, despiadada, en sordina, sutil y bizarra que el ser humano se hace a sí mismo.

Ahora bien: los que tienen el gran poder de tocar la médula a la realidad también tienen sus luces y sombras. Nos quedamos con Rimbaud, pero no nos meteríamos en un armario. Nos quedamos con los cuentos de Poe, pero evitaremos el alcoholismo. Con Picasso, sin su machismo. Y con los frescos de humanidad sangrante de Valle, desechando su faceta afín al ocultismo y a la superstición, que él mismo no mantendría en los tiempos que corren. Valle no valida el ocultismo: el ocultismo es una sombra de Valle. El posicionamiento del arte, por definición, es un posicionamiento que no interseca con la ignorancia y el pasado, sino con la lucidez y la contemporaneidad.

En fin, no caben aproximaciones molares o resúmenes de una obra perfecta o del concepto que la subsume. La obra de un clásico sólo tiene una forma: la suya propia. O la suya hoy. Tal obra no se adapta, no tiene moraleja, no puede ser institucionalmente tocada ni manoseada, no se coloca en el cosmos del mercado cultural para mirarla con telescopio, no capitaliza analogías, no es objeto de tráfico, y su trivialización es un error garrafal y una forma de echar tierra en el referente al que la obra alude.

Como no se juega con la miseria humana, no se juega con el retrato a piel que Valle Inclán hace de ella -con la insondable compasión de Valle-Inclán.

La única forma de presentar una obra perfecta es hacerla aparecer lo más cerca posible, aproximarse a ella desde una distancia corta para esbozar una continuación. Ponerla a mano. No podemos meter a los clásicos en el carretón para ganar, ni siquiera si somos del mismo pueblo o incluso,  como en el caso de Van Gogh, de la familia.  Los clásicos son punto y aparte, y las malas aproximaciones se convierten no sólo en rotunda deslegitimación para quien las realiza, sino también en una forma de perjudicarnos a todos y de ahuyentar, en un gesto, precisamente esa aproximación que se dice que se promueve: la aproximación a lo que el artista hizo, a su obra.

Un ejemplo de aproximación en distancia corta que se practica en las Escuelas de Arte Dramático (análisis activo que podría considerarse en sí mismo una práctica formativa).

La escena completa.

Nos hace falta que nos hagan llegar las cosas. Personalmente, cuando paso mucho tiempo sin fuentes de verdad, me siento vacía, me siento mal. Pasar tiempo sin fuentes de verdad hace daño. Nuestros tiempos están sedientos, sedientos de voces como la de Valle Inclán, sedientos de quienes nos expliquen las cosas de forma que las entendamos. Por favor, por favor, por favor…

La obra completa

Volver a empezar una y otra vez a hacer el esfuerzo de hacer llegar las voces sin distorsión. Hacer el esfuerzo  de comisariar el arte con la enorme responsabilidad que merece la tarea. El arte es de todos. El arte es para todos. El arte tiene que llegar. Necesitamos arte. Comisariar es el arte de hacer llegar el arte.

Nota y trabajo pendiente: otro ejemplo de aproximación en distancia corta, de la Universidad de Santiago, Valle-Inclán en guerra. Los secretos de su inédito Cuaderno de Francia cuya referencia dejo aquí para utilizarla como fuente en otro lugar. Y por las citas textuales que contiene.

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