Pública Es aquel trozo que nos es dado para que campe por sus respetos la fantasía y la forma de aproximarnos al sueño y el fragmento de universo creado ex nihilo otra vez. Es donde ponemos todo el esfuerzo, la fuerza, la intensidad de la mirada. Es lo que más miramos este día, y el siguiente, y el siguiente, hasta el punto de dejar de verlo. Es un placer y un reto. Es una inquietud que nos está llamando a obrar todo el tiempo. Es nuestro resultado. Es aquello que lleva un sello, el nuestro, que no sabemos definir del todo. Es la marca de un afán. Es la posibilidad infinita que se nos pone delante de rodillas. Es lo que nos pertenece, estemos donde estemos, porque es móvil. Es un espacio en el vacío que está buscando su lugar. Es el niño o la niña cuidados con esmero. Es ese lugar palmo a palmo acariciado. Es la experiencia a tres del olor, la pintura y tú mismo. Es el invento de quien no tiene muro. Es una religión del deseo. Es el cuadro, el cuadro eterno, el cuadro que no morirá nunca como aspiración. Bueno o malo, vendible o no vendible, en el mercado o fuera del mercado, expuesto en el Louvre o en el rincon de un trastero, el cuadro, la obra, Danto, no morirá jamás.

Y en tanto que no muera el cuadro, el arte tampoco muere. ¡Por supuesto que no! Dios mío, qué difícil trasladar los cuadros grandes, bajarlos por las escaleras del trasporte público, buscarles acomodo en trasteros llenos de cosas o en casas sobreocupadas, pintarlos en grandes caballetes que tampoco caben bien en ningún sitio, usar pinturas y soportes caros apretando para que llegar a fin de mes; qué difícil materialmente todo. Pero vale la pena ese momento de situarse ante el soporte y empezar, y desarrollar, y seguir. ¿Qué es «eso» sin nombre y por qué vale la pena? Es un «estar sin objeto», un «puro ser con las cosas», un atestiguar mi existencia y la suya que es el fondo del arte y lo peculiar de la existencia humana, de su ciencia y de lo más genuinamente humano que tenemos.
Ahí seguiré. No sabía si cortar, ahora que, otra vez, me quedo sin facilidades. Pero no: me cogeré mis cuadros de fuera del mercado del arte (e incluso de fuera del mercado del Rastro de Madrid) y, como a niños pequeños, los trasladaré con cuidado, unas tres horas (calculo) moviendo mis cuadros. Sé sus limitaciones, sé su carácter de diletantes, pero no puedo evitar mirarles con la misericordia que merecen por el respeto a las cosas con que están concebidos. ¡Ay del que los descuide o me los rompa, ay de quien hable mal de ellos! ¿Existe el respeto a las cosas? Es el mismo respeto que el que se dirige a las personas. Y, extrapolando el razonamiento, pienso en toda obra humana, tanta obra humana material y no material, toda la enorme construcción humana que unos crean y otros tratan sin respeto, y me duele nuestra torpeza, sí: es, sobre todo, dolorosa.

Este es un espacio de trabajo personal de un/a estudiante de la Universitat Oberta de Catalunya. Cualquier contenido publicado en este espacio es responsabilidad de su autor/a.