Pobre e invierno: dibujo efímero

Pública

Ausencia de prioridades gráficas de la IA. Ay, la IA se descubre, cuando pinta, con su ausencia de prioridades gráficas. No sabe que los faros de ese coche arrebatarán la atención a la línea del cielo, que lo mejor del hormigón son sus manchas y que girar su color al verde es darle la vida que le falta; que no es necesario que el velocímetro y el tacómetro sean perfectamente esféricos y que puedo intensificar los azules para obtener ese efecto humano de cielo que es el que conmueve… Yo le pediría a la IA que me pintara, del circo romano, sólo una captura de sangres cristiana y leona, pero no sé si sabría ponerme los granos de arena como quiero, la arena removida, ese amarillo levemente dorado, ese rojo oscuro en chorro por aquí y el otro en gotas pequeñas allí. Pero seguiré pintando con la IA una y otra vez.

Los pintores papistas. Cuando digo que me encantan mis cuadros, me enfrento a un nuevo colectivo de expertos. Ellos no son expertos en citación, ni en historia del derecho, ni en neurociencia, ni en tecnología digital ni en Snap!: son los expertos en el arte del que formo parte (que es como, con sorna, me gusta definir, como digo, ese arte del que formo parte). Son terriblemente peligrosos, porque son por definición los expertos en lo indefinible. Tengo a uno colgado en el WhatsApp con promesas de que sí, de que no, de que me atiende, de que no me atiende, de que no sabe qué hacer en definitiva, hay plaza, no hay plaza, puedo ir y no puedo ir, no se sabe porque no se decide.

Me la refanfinfla quién sea yo. «De mí no se sabe si soy buena o mala» es una frase de un niño que me apropié. El niño continuaba tiernamente, ingenuamente, con un: «a veces, soy bueno». Yo no llego a tanto, estoy pasada de rosca. ¡No me hacen falta rescates! ¡De verdad! Yo modifico la frase para que diga: «de mí no se sabe si soy buena o mala y a mí me la refanfinfla». Me la refanfinfla lo que la multitud piense de mi estatuto ontológico, psicológico, psicopatológico, epistemológico o moral, o sea, de si soy buena o mala. No es que yo sepa de mí, porque tampoco sé de mí: es, sencillamente, que ser buena o mala no depende de lo que la multitud piense. Esa multitud pensante es la misma que seguía al César cuando, en la arena del circo, se mezclaban la sangre cristiana y la sangre leona, ambas mías.

Mi falta de dignidad. «De mí no se sabe si soy buena o mala» es algo que suscribo cuando me encuentro con el pobre. Cuando me encuentro con el pobre, pobre y mezquina de mí, rehúyo su mirada, no vaya a ser que piense que le voy a dar. Me sacudo, como un perro mojado, el conocimiento (que tengo de primera mano) de que todo (su enfermedad, su suciedad, su ¿falta de dignidad? -menuda barbaridad) es la simple y llana consecuencia de la falta de medios económicos. Mi encuentro con el pobre demuestra lo escurridiza que soy, lo indigna que soy (yo, no él) de que nadie piense que soy digna.

La podredumbre que viene de dentro. Mi encuentro con el pobre demuestra mi hipocresía, que, por supuesto, es un rasgo mil veces más execrable (y mil veces más común) que mi ira y su expresión -esa ira que deslegitiman patologizándola. Porque mi ira me descalifica como una veladura roja y descuidada, mientras mi hipocresía es esa podredumbre de la pera que le viene de dentro, de lo más hondo. Mi encuentro con el pobre demuestra mi falta de compromiso. Aquel que fue mi pareja y el único al que quise les invitaba a su casa a ducharse y le llamaba «clochard», era una pareja digna, pero lo hacía en estado de extrema ebriedad, lo cual demuestra que sobrio no se atrevía a hacerlo o que completamente bebido prefería tener interlocutores antes que nada. Mi encuentro con el pobre es un fiel reflejo del encuentro de los demás conmigo cuando he vivido sin casa, sangre cristiana mezclada con sangre leona.

El miedo a «dar». Mi encuentro con el pobre demuestra mi miedo a que a una demanda siga otra, y a que la cadena de demandas arramble con mi seguridad -esto es, con mi bienestar, el balanceo indolente en el columpio a varios centímetros del suelo, distante como en las gradas del circo.  Mi encuentro con el pobre, en el que hago como que no le veo, como que no me he dado cuenta de que ha dejado un paquete de pañuelos de papel y un papelito fotocopiado, recortado, en mi asiento del tren, demuestra que invisibilizar es tan fácil como no mirar. Ese pobre pobre. O el otro, el que nos miraba atónito y se preguntaba: ¿Es que no hay nadie que me dé nada? No había nadie que le diera, pero creo que voy a empezar a darles, a hablar con ellos y a preguntarles. Como cuando me traje a la chica marroquí de la estación de tren cuando el apagón y, después de dejarle mi cama [yo dormí en el suelo de mi estudio] y prepararle el desayuno [que compré ex profeso], me pidió dinero para entrar en un café. Aquel día me encontré a mi «compañera» de trabajo del Opus Dei que también había ido a echar una mano, ella se alegró de verme.

«El asco» pendiente de gestión. El asco que da la suciedad del pobre es lo que prevalece. El asco está pendiente de gestión, al cien por cien. La limpieza se vende como salud cuando lo es, pero también es el «lavado de cara» de occidente. El asco es esa sensación física que desemboca en alejarse, en que sea necesario alejarse, en la necesidad imperiosa de alejarse, se convierte en lo que prevalece. Prevalece por encima de cualquier otra consideración económica, moral, de derecho o de las sangres cristiana y leona. Y, en segundo lugar, el miedo: porque pobreza e imprevisibilidad son sinónimos.

La llegada en masa de los pobres. Yo soy el pobre, yo soy el pobre hombre, yo soy la pobre mujer, yo soy tú (Tú ¿quién te pensabas que eras?). Yo soy el pobre hipócritamente tratado que hoy voy a dibujar con toda mi torpeza y todo mi cuidado. Uno entre mil que fotografío, uno entre los miles que se irán haciendo visibles, como una marea gris de cutre costra sucia, como una intensa ola de olor a orines que, metamorfoseada de cristiana a leona, amenazará a aquellos que ahora no queremos mirar…

Me establezco en el espacio sideral para pintar. Voy a pintar hasta la muerte, voy a intentar traspasar la nueva barrera de los pintores papistas para decir lo que quiero, que es exactamente eso: lo que quiero, conseguir que la falta de técnica no me limite. Si tengo quien me escuche, bien. Si no, también. Si recibo dinero por ello cuando haga algo, bien. Si no, también. Si puedo pintar y soy enseñada, bien. Si no, también. Mi pelea por el arte no es en las redes del arte con los papistas: mi pelea es con los colores y las líneas, una lucha limpia y sin trampas, una lucha noble que no es en la arena mojada de sangres leona y cristiana, sino en el espacio sideral del propio espacio, la materia y el tiempo, que declaro que son los míos. Y ahora mismo me pongo en ruta para ir a un café y pintar al pobre y no intoxicarme de pintura en la habitación pequeña de mi piso compartido.

El nóbel a la razonabilidad. Quién coja por los cuernos el problema de los pisos compartidos y el de los pobres cada vez más numerosos, el problema de los pobres fácticos (habitantes de pisos compartidos) y el de los pobres manifiestos (sin techo), y, dentro de estos últimos, el de los pobres aislados y el de los pobres organizados en los aeropuertos, irguiéndose, coordinándose, poniéndose de pie, con más tiempo que nadie, hablándose… El que coja ese problema por los cuernos se lleva el nóbel a la razonabilidad, que es el premio que se concede a quien merece actuar como vanguardia, a quien muestra el camino correcto. No el gris nóbel a la racionalidad, el nóbel elitista a la obra de arte que expresa (¿Qué c. expresa?), tampoco el nóbel oportunista a la banda política. El nóbel a la razonabilidad. En Derecho, ése concepto se contrapone al de racionalidad y se llama, creo, razonabilidad.

Pintar sin escuela. Pintaré sin escuela hasta que ahorre. Llevaré el jersey manchado hasta que ahorre. Me dejaré la raya del tinte del pelo hasta que ahorre. Pintaré en formato pequeño hasta que ahorre. Pintaré con pasteles hasta que ahorre. No me compraré zapatos hasta que ahorre. Seguiré con mi «vaso de leche» en la cafetería hasta que ahorre. Comeré lentejas frías a mediodía hasta que ahorre. Ahorraré y ahorraré hasta que sienta que tengo un escabel que me eleva por encima de la arena leona y cristiana.

Post scriptum impopular dirigido a la civilización occidental. La verdad, occidente, que habrá quien diga en el siglo veinticuatro que tu destino te lo tenías merecido, que te lo estabas ganando a pulso. Porque todos estamos en concierto, como los espectadores del circo. Todos a una en la performance de la conformidad apacible mientras avanzan silentes pobreza y antropomasa como leonas y se asientan, mudas, encima de todo nuestro baile performativo.

Pendientes:
– Enfermedad, pobreza y clasismo. Lo que caracteriza a las clases es la salud, de ahí las diferencias en aspecto y la importancia que se le da.
– Las tres redes. Red estrellas (momento y lugar), red raíces materiales y redes de personas.
– Biomasa, mi cuerpo una vez más.
– Comprarme un aparatito para dibujar y pintar.
– El salto a pobre es un salto cualitativo.

Texto curatorial de mi dibujo. He utilizado el carboncillo. Lo he hecho con la ayuda de Gemini, que me ha indicado algunos aspectos importantes:

El filtro Noir de iPhone es una excelente elección para trabajar con carboncillo porque aumenta significativamente el contraste, lo que te ayuda a identificar rápidamente dónde están las sombras más profundas y las luces más altas. Respecto a la gama de grises de las tres opciones clásicas de iPhone: Noir: No es el que tiene más gama de grises, sino el que más la reduce para potenciar el drama. Al «quemar» un poco los blancos y profundizar los negros, te da una imagen muy directa para un dibujo de 30 minutos, ya que te obliga a simplificar.
Define los bordes de la mochila para separarla del cuerpo. Para que la mochila destaque como el objeto narrativo principal, asegúrate de que sus bordes exteriores sean más nítidos y oscuros que los de la sudadera. Si «limpias» el contorno donde la mochila se separa del brazo o de la espalda (usando un trazo de carboncillo más firme o incluso pasando la goma para crear un brillo de separación), lograrás que el objeto se sienta tridimensional y cobre todo el protagonismo que buscas.
Prioriza las texturas de los materiales internos. En lugar de tratar el contenido de la mochila como un bloque, utiliza el carboncillo para diferenciar radicalmente las texturas: usa trazos cortantes y angulares para el cartón o papel viejo de la parte superior (que se vea rígido y desgastado) y deja zonas de papel muy blanco o usa tiza blanca con bordes irregulares para el plástico de la bolsa. El contraste entre la rigidez del cartón sucio y la fragilidad del plástico arrugado es lo que mejor transmitirá visualmente esa sensación de necesidad que buscas. Firmado: Gémini.

La figura ha empezado a tomar cuerpo con el carboncillo. El acabado ha sido lo que me ha parecido más acertado. Primero, lo he bordeado con el pastel blanco, pensando que lo iba a titular «la luz de la pobreza» o algo similar. He intensificado con el amarillo. He coloreado de blanco encima y, al ver que me caían grandes granos de pastel a semejanza de la nieve, he aprovechado para hacer un dibujo del pobre con la nieve.

Nota. Este dibujo abre la serie «biomasa humana», en concreto es: Biomasa humana uno. Invierno y pobre.

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