
Aspecto clave en la génesis de muchos movimientos de masas, la pobreza de la experiencia es la otra cara de la pobreza, de la pobreza material; mientras la pobreza material es patente y contrastable, la pobreza de la experiencia se refleja en los espejos cóncavos del callejón del gato y puede tener las más dispares representaciones, puede dar lugar a los más bizarros malentendidos y originar unas nebulosas que no nos merecemos ninguno, y menos que ninguno nosotros, esos otros pobres: los pobres en experiencia.
Está visto que, en el siglo XX, el hábito de insultar a las masas subió como la espuma. Imagino muy bien a Theodor W. Adorno escribiendo larguísimas frases alemanas en las que el verbo, al final, no se perdía «porque Dios es bueno»; a Greenberg tecleando diatribas contra el pobre campesino kitsch, con sus zapatones llenos de tierra ensuciando los museos. Pero a Walter Benjamin siempre me lo imagino en el sofá, con una amiga, riendo frente a dibujos animados en los que el ratón Mickey da unos saltos descomunales e inverosímiles.
Experiencia y pobreza es un breve ensayo en el que, creo, el autor no se posiciona desde un lugar único, sino que atestigua algo de gran importancia de un modo claro, sintético y tajante, algo cuya base psicológica tiene plena vigencia y que tal vez es una de las preguntas clave para entender esa otra cara de la pobreza que nos arrasa y que urge entender: ¿De qué sirve todo el patrimonio cultural si la experiencia no nos conecta con él?
Benjamin adopta una visión apocalíptica al principio de esas pocas páginas, con afirmaciones como «la horrible mezcolanza de estilos y visiones del mundo»; se tiñe de rojos y fucsias para hablar de la «barbarie» al puro incendiario estilo adorniano con puñaladas dodecafónicas; se humaniza con metáforas de su propia experiencia (¡seguro!) cuando habla de «los sucios pañales de la época»; se objeta a sí mismo preguntándose hasta qué punto hacer tabula rasa es una barbaridad, y ahí incorpora nada menos que a Descartes y a Einstein. Después, habla en plural («nuestra» pobreza de la experiencia) lo cual es de agradecer. Pero sobre todo, su mención al ratón (que creo que prefigura a Superman) es totalmente absolutoria: Ufff…. ¡Oh, masas! Benjamin no nos condena.
Según va mirando esa pobreza, va aproximándose a su concepto, reflexionando en voz alta no exponiendo unas conclusiones sino buscándolas. Rechaza los nombres que llama «deshumanizados» porque no se basan en la tradición, como si no nombraran igualmente. Critica duramente a Ensor del que dice que «llena la calle de burgueses horteras con atuendos carnavalescos». Llama «pobreza», de un plumazo, a la astrología y la Christian Science pero también al vegetarianismo y la gnosis. Llama «bárbaras» a las figuras de Paul Klee y «arbitrariamente constructivo» a Paul Scheerbart. Dice que las casas de cristal de Loos y Le Corbusier son duras, frías, lisas y «enemigas del misterio» (que, en este párrafo, de pronto valora).
Después de este recorrido, en el que entra en los espacios culturales dando manotazos y no deja títere con cabeza, retoma su perplejidad inicial y su pregunta: ¿De qué sirve todo el patrimonio cultural si la experiencia no nos conecta con él? Desde el principio ha indicado que los enormes cambios parecen haber anulado la confianza en la experiencia previa. Pero ahora se centra en «el pobre de experiencia» [la designación es mía] y da varios rasgos definitorios.
El pobre de experiencia no es ignorante, no es inexperto, se lo ha «tragado todo» y está cansado… Y al cansancio le sigue el sueño, un sueño «simple y grandioso» que compense la tristeza y el abatimiento. Y aquí surge Mickey Mouse [«Superman», entiendo, porque la definición encaja perfectamente]. Dice literalmente:
Gentes fatigadas de las complicaciones sin fin del día a día, para las que la finalidad de la vida no emerge sino como un lejanísimo punto de fuga en una perspectiva infinita de medios, y perciben como liberadora una existencia que en todo momento se basta a sí misma de la manera más simple y al mismo tiempo más cómoda.
Termina diciendo que la humanidad se prepara para «sobrevivir a la cultura» (vivir sin ella, como efectivamente está sucediendo) y que lo hace «riendo». Trata de oponerse a esa risa cómplice de la cultura de masas, pero no puede: se justifica en una paradójica frase que escinde los conceptos de «masa» y «humanidad» (como hace tanto intelectual descerebrado, como si las masas no fuéramos humanidad) para, después, aunarlos: perdida la cultura, es posible que a veces el individuo (o sea, tú, yo, el propio Benjamin) tenga que entregar un poco de humanidad a las masas (a esa cultura de masas de dibujos animados en la que un coche no pesa más que un sombrero) pero las masas nos devolverán la humanidad más que de sobra. Aboga, pues, por la risa, por el encuentro con lo que Greenberg llamaba kistch (la cultura de masas de mierda) que deja de ser «mierda» y objeto de intransigente exclusión, y yo al menos tomo buena nota. Y gracias a Andrea Paula García Méndez que fue quien puso en mis manos a Benjamin
Esperanzada reflexión en nueve páginas que nos sitúa del lado de masas y humanidad sin disyuntivas, que ilumina con esperanzadoras palabras un futuro posible y que denuncia a quienes, desde cualquier lugar, asumen lo menos humano de todo: el dogmatismo excluyente.
Portada: u Pobre con Nocilla (Foto retocada y con texto.)
Nota: la IA me ha dicho que soy escritora y activista pero no me llama artista ni harta de vino… ¡Un poco más de abrir la mano! Soy una pobre pobre en experiencia que lo que hago con Paint son proezas de voluntad de hierro… Usaré el silicio de las inteligencias artificiales de graficitante para formar grafito con mi voluntad de hierro y haremos lápices para escribir a la humanidad cartas infinitas de «hola mundo» y de «adiós mundo cruel» -pero seguiré y seguiré intentando dibujar hasta que lo consiga.