Petición a los dramaturgos españoles: mirad, también, a BASTET

Pública

Bischofberger U (2024) Nube de Bastets, captura de pantalla de archivos de la diosa egipcia Bastet (Arte digital)

Todo empezó en el juego, y en el final del juego.

Existieron días, cuando la Pedofilia era el status quo, en que el Canibalismo era la pesadilla. A eso se le llamó Cultura Clásica, había esclavos y ciudadanos, y dioses. Después, llegaron las Quemas de Brujas en un mundo de fuerte claro oscuro. Los personajes eran Diablo y Dios; el miedo era, igualmente, abismal y se autodesignó en su final como Medievo. Más tarde y poco a poco, la llamada Razón iluminó la sombra de los cuerpos, casi todo pereció en el intento, pero ella fue Crucial en esta historia;  tajante, la convirtió en Historia con mayúsculas, de un lugar sólo. Los personajes fueron Papel y Máquina, y despues Inconsciente. Y apareció Dinero Sediento, como lo conocemos ahora… Mientras, Lenguaje se reveló, igualmente, culpable de una estafa.

Pero, antes, había habido más Historia: una historia encriptada, cuyas raíces aún hoy desconocemos: la Historia del Gato, una historia que no se contó en clave de riqueza, sino en clave de Clave. Egipto. Su peculiaridad única y siempre remota. Tal vez una historia de números también. Un rasgado sin sangre en el manto de la Naturaleza.

Después de la primera historia, de la del primer párrafo que digo, hubo más. Porque empezó la historia de las minas y mineros, de las cadenas de montaje y los obreros hartos de trabajar, de los niños institucionalizados, nuevamente esclavizados en cadenas ahora inmateriales, encadenados a las mesas de las escuela, a esos pupitres secos, de carne medio muerta, que es como se llama la madera…

Y luego hubo otra historia, la Historia Grande que transcurría cerca pero lejos, en ese gran espacio, que hoy es de Utopía, que atravesaba el cuerpo de la Tierra de Arriba abajo: la historia sin mayúsculas de nubes y de ríos y de los vericuetos del agua, del sonido inaprehensible del insecto llamado por un nombre sin cuchillo. Fue el mundo del indio, de ese ser frágil impecablemente unido, aún, a la Naturaleza, de Atahualpa, del ave que corría como su propia flecha por un cielo que aún era uno con la tierra. Esta es la historia que late esperandote a ti, virtualidad, y que nos llega al corazón a todos, hermanos latinoamericanos.

Era un mundo todavía sin número.
Y, después de todo lo anterior, o antes (ya no lo sé), fue la historia del Número. El número escribió su propia historia, siempre había estado, pero no en papel protagonista. Con él, llegó a Tierra la Gran Discordia, y amaneció la Edad del Híbrido, del robot y del cyborg, la Edad del Software, que no sabía, el pobre, recorrer la textura de los prados, escuchar el lenguaje de los pájaros, ser recorrido por el temblor de las hormigas, aspirar el dulce viento de humo… El pobre Software se hizo amigo del Fantasma, de la Luz Azul, de la palidez del horror. Entonces, se volvió al juego.

Y Avatar tomo cuerpo… recorrió el mundo con su nueva mentira, con otro nuevo mundo de cuento, ahora de Niños Grandes pero Niños, pero de niños siempre sin tierra.

¿Y luego? Ni idea. Porque al otro lado había otra historia, de pies destrozados y destrozados y otra vez destrozados, de dedos que crujían, que dolían todas las noches, de niñas hermosísimas y frágiles convertidas, no en Cyborgs, no: en cojitas, para, después, decirles: ¡anda! o ¡No andes! ¡Recoge! ¡Sirve! ¡Estate pendiente de tu dolor y disfruta solo tumbada! Otra historia de esclavitud, de trabajo, de tierra levantada con mi amigo el arado.

¿Y luego?

Allá en lo más hondo, se entró en el hueco y, allá en lo más hondo, se cortó sin piedad ese Luego no sé. Porque toda esta historia es inventada, es historia de historias, y cada una de ellas tiene sus personajes favoritos. Los míos son: Tierra, Trabajo y Juego, con mayúsculas. Y niño, hombre y mujer. Y cuir, nube, pantera, escondite, y arroyo, y colina, y serendipia, y no se qué cruzada, y fantasmita no te escondas, y mira que te lo tengo dicho, y aféitate bien, y al revés te lo digo para que me entiendas, y ¡vamos! ¡ni que fuera tan importante!

Y surgieron, deslumbrantes, nuevas historias viejas y hermosísimas: la historia del buen Robot. La historia del Cyborg, cuyas junturas de carne y metal no se distinguen. La historia del fantasma, aún el Fantasma de Canterville, ese ser escurridizo y tímido. La historia del sexo sin personajes y de los personajes sin sexo-eso qué es, del sexo por gusto y por nada, como quiero y cuando quiero porque quiero, siempre que a ti te vaya bien porque si no no hay historia. La historia de no sé quién soy, adivínalo.

Y entonces, en mitad de todo, llegó Naturaleza y dijo: ¡Me estoy enfadando!, y fue el final de todo.

– ¿De todo?
– Sí, de todo, todo, todo. (Silencio prolongado.) Que no, hombre, que no. Pero o pones de tu parte o la cagamos.

Y aún falta, porque luego están África y Centro América y Oriente Medio y la parte de abajo del Centro y la de Arriba de lo de Abajo y la Isla y el conjunto de islas y lo del Este, ¿por qué se llama Este al Este y no Levante, y por qué no se llama al Oeste Poniente? y este tipo de preguntas. No nos da tiempo a entender casi nada. Pero creo que tengo clara una cosa: que el mundo del teatro español, sus actores y actrices y su dramaturgia han hecho y siguen haciendo muchísimo por la comprensión mutua y la convivencia, escogiendo las historias que, de verdad, merecen la pena. Pero ahora, esos dulcísimos historiadores de las historias sin mayúscula deberían buscar nuevas claves para aproximarse a esos nuevos mundos que, también, requieren dulce historia.

Necesitamos más historias con más claves interpretativas aún. De momento, el semestre que viene estudiaré la historia del software, que soplará en el desierto de Egipto tal vez… y no estoy de acuerdo con el llamado «síndrome de la abuela», sino con la «hipótesis de la abuela».

 

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